CROCHÉ

UNA ALMOHADA RELLENA DE CUENTOS

Adela Alegre adoró desde siempre trabajar con las manos. Tejer punto de medía, coser junto a las mujeres de su familia, ayudar a pasar la madeja, todo la entretenía. Las labores eran un paraíso para su creatividad, le proporcionaban siempre el mejor de los ratos. La mente volaba libre y ella imaginaba colores, cortes y bordados. Siempre destacó por aquellas manos mágicas. Su especialidad eran las iniciales entrelazadas en sábanas y camisones, con el tiempo y  con motivo, acabaron convertidas en  la envidia del vecindario.

Cuando se casó, puso ese talento en la balanza del matrimonio y llenó a sus hijas de frunces y telas de plumeti, aunque con los chicos la maña se le escapaba en coser rodilleras y sacar bajos de  pantalones. Siempre deseó que sus hijas siguieran aquella afición enriquecedora que tanta felicidad le había proporcionado, pero ninguna heredó ni su gracia ni su voluntad. Salieron lectoras impenitentes, fotógrafas aficionadas y trabajadoras incansables. Adela lo lamentó pero como mujer optimista, acabó por no darle demasiada importancia.

La vida transcurría desde su rincón de sofás de cretona, café con leche y lámpara de pie, siempre con el cesto de labores en una esquina. Y cuando ya pensaba que toda aquella sabiduría acabaría con ella, descubrió con alegría que su nieta Begoña se distraía jugando con los hilos, que en un pis pas cosía botones y dejaba unos ojales primorosos, en definitiva, que el gen loco de la costura anidaba en ella.

Begoña le proporcionó la alegría de los gustos comunes, buenos ratos de compañía plena y exprimió todo aquel poso de exquisitez, para crear objetos únicos. La intimidad que fabricaron, la confianza, ese toma y daca del maestro con su alumno, prolongará la estela de Adela.

Ella siempre afirma rotunda y orgullosa, que la pasión por el croché es más fructífera, si salta una generación.

Seguramente la futura nieta de Begoña  acabe dándole la razón.

Amparo Lledó.