El Mundo de Sofía

A Sofía Dalmau nunca le gustaron los cuentos. Cada noche antes de dormir su abuela intentaba refutar ese axioma con todo tipo de posibilidades. Pero ella, cabezota y consecuente, cerraba los ojos antes del primer punto y aparte. Los niños voladores que no conocían el crecimiento, las princesas que vivan con enanos o las niñas pobres que se calentaban con cerillas, no conseguían atravesar la suave capa que se adentraba en su sistema límbico.

Una noche todo cambió, realmente fue una sola frase, leída con la voz modulada y siempre cautivadora de su abuela:

“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”

Punto y aparte, silencio, golpe suave del libro al cerrarse, cuatro ojos muy abiertos que se miran sorprendidos, “sigue abuela, sigue”

Sofía descubrió por fin al protagonista añorado en cada uno de los cuentos anteriores. Burros, perros dálmatas, gatos con botas o ratones con nombre y apellido, se adueñaron de sus noches porque sus días hacía mucho que los tenían conquistados. 

Sus primeros recuerdos estaban llenos de pájaros surcando el cielo, peces nadando bajo sus pies patos, perros, cerdos o vacas. Le gustaba su calor, su fidelidad, su mirada limpia. Poco a poco descubrió que estar en su compañía la completaba, cerraba el circulo, alejaba la pena.

Absorbió lenguajes y personalidades, respetó la independencia de Pekas o el “amour fou” de Tirso, las malas pulgas de Tacón o la timidez de Aticus el podenco. Cada uno de ellos acabaron convertidos en compañeros vitales, carne de su carne y sangre de su sangre. 

Como con los años continuó terca y consecuente comprendió con rapidez que sería incapaz de   renunciar a ese chute de amor completo, así que en cuanto pudo buscó un hogar, lo hizo suyo y lo llenó de corazones con los que latir al unísono. 

Amparo lledó